Se sentaron frente a frente, en el medio, una
pequeña mesa totalmente blanca. El cuarto era pequeño, no tenía ventanas y solo
una única puerta de ingreso y salida.
La pequeña mesa enfrentaba dos sillas, y nada
mas había en aquella habitación. Solo ellos.
El vestía una camisa azul marino, con finas
rayas blancas, desabotonado el cuello, las mangas arremangadas, en la izquierda
un viejo reloj de cobre, no tenía anillos, sus manos terminaban en unos dedos
largos de uñas recortadas.
Frente a él, sobre la pequeña mesa blanca,
dos mazos de barajas españolas en sus respectivas cajas intactas, sin abrir,
aún cubiertas con el fino celofán que las protege.
A cada lado de ambos mazos, unas manos finas,
pálidas, que comenzaban en unas uñas que denotaban un especial cuidado, tal vez
manicura, venas azules apenas asomaban bajo la piel, luego las muñecas, los antebrazos
ambos de piel laxa, se los veía nítidos hasta los codos, más allá, si bien
adivinaba que se elevaban hacia lo que sería el torso, se perdían en la penumbra
que dejaba la lámpara que iluminaba la mesa blanca.
Se sintió intranquilo y carraspeo, más que
nada para sentir algún sonido.
-
Si estas decidido, el
tema es simple – escuchó la voz que nacía de la sombra – hacemos la apuesta,
una vez aceptada no te puedes retirar, cada uno abre un mazo de naipes, tú
eliges cual, las barajas como y cuanto quieras, yo hago lo mismo con el otro
mazo, luego nos lo intercambiamos. Con cada mazo frente a nosotros, cuando tú
digas, elegimos, cada uno de su mazo, una carta, quien saca el naipe más alto,
gana. Así de sencillo.
Decidido, afirmó con la cabeza y con un nervioso sí que
apenas se escucho en el pequeño cuarto. Vio como las manos de uñas cuidadas
abría un paquete de cartas, el hizo lo propio y colocaron los mazos uno al lado
del otro. Eligió el de la izquierda.
Lo tomó en su manos y comenzó a barajarlo, el otro hizo
lo mismo, luego pusieron el montón de cartas cada uno frente al otro, y el hizo
su apuesta.
-
Si gano, quiero 20
años y una fortuna.
La voz detrás de la lámpara soltó
un acepto y agregó:
-
Tú ya sabes que te
juegas.
Ambos pusieron sus manos
sobre la barajas que estaban boca abajo, y al unísono las alzaron, en su mano
el vio un cuatro de bastos, el corazón le dio un respingo, pero puso la carta
vuelta hacia arriba sobre la mesa blanca.
La mano de uñas cuidadas
dejó de tapar la carta que ocultaba y mostró un dos de oro.
- Vete, ahí tienes tu fortuna y tus veinte años, ni uno más,
porque al final, yo siempre gano.
Se apagó la luz del pequeño cuarto, fue hasta la puerta dispuesto
a salir, pero sin saber porque, se sintió amargado.